La psiquiatría sigue siendo la gran olvidada del sistema sanitario. Mientras los quirófanos, monitores o respiradores reciben prioridad absoluta en las urgencias médicas, la atención en salud mental se percibe como secundaria, prescindible. No obstante, un paciente en plena crisis paranoide, de ansiedad o atravesando una angustia insoportable sufre con la misma intensidad que quien corre riesgo vital; la diferencia es que el sistema no lo reconoce como urgencia.
Cataluña presume de modernidad en salud mental. En congresos, informes oficiales y titulares de prensa se repite con frecuencia la imagen de un sistema avanzado, sensible y adaptado a los tiempos. No es casualidad que se exhiban como ejemplo los hospitales de Sant Boi o Martorell, considerados la “joya de la corona”, históricamente referentes en la atención psiquiátrica y gestionados en gran parte por instituciones religiosas. Sus edificios de nueva planta, la arquitectura cuidada y los espacios abiertos transmiten la idea de un entorno pensado para la recuperación y la dignidad del paciente.
No obstante, tras esta fachada impecable, la realidad cotidiana es mucho menos brillante. La atención a la salud mental en Cataluña arrastra carencias estructurales y una alarmante falta de homogeneidad. Más allá de Sant Boi o Martorell, en los hospitales generales, donde acuden miles de personas cada año en situaciones de crisis, no existen criterios claros ni protocolos comunes para la atención de la urgencia psiquiátrica. La respuesta depende del centro, del turno y, a veces, incluso de la sensibilidad individual de los profesionales.
La modernidad, por tanto, se queda en la superficie: en la fotografía institucional, en los muros recientemente pintados y en el discurso político. Mientras tanto, la práctica clínica real continúa desprovista de los recursos humanos necesarios, de equipos multidisciplinarios estables y de la sensibilidad que exige un ámbito tan delicado como la salud mental. Y en esta contradicción —entre el escaparate de vanguardia y el día a día de pasillos saturados y protocolos improvisados— se juegan la atención, la seguridad y la integridad de los pacientes.
La planificación hospitalaria no surge de quienes atienden a los pacientes, sino de comités y gerentes alejados de la realidad asistencial. Las políticas sanitarias se diseñan desde despachos, con criterios políticos y administrativos, no desde la experiencia de médicos, enfermeras y técnicos que sostienen la atención día a día. El resultado es un sistema que falla cuando más se necesita.
Las consecuencias recaen sobre los profesionales. Mal pagados, sobrecargados y sin capacidad de ofrecer la atención que desearían, conviven con el dolor de quienes no pueden atender. Y, paradójicamente, son ellos los que reciben las quejas de los pacientes. La raíz del problema no está en ellos, sino en estructuras que los condenan a la impotencia. Gran parte del personal sanitario depende de contratos precarios vinculados a consorcios, mutuas o empresas privadas, no de la función pública. La ficción de que todo trabajador de hospital público es funcionario se desmorona: excepto en algunos grandes centros como Vall d’Hebron o Bellvitge, la mayoría de hospitales están externalizados. Esta fragilidad laboral genera miedo: residentes, adjuntos, técnicos y enfermeros viven pendientes de evaluaciones, renovaciones y jerarquías. Se prioriza “caer bien” antes que hacer bien, porque perder el empleo es un riesgo demasiado alto. El miedo bloquea la protesta, y la supervivencia profesional se impone a la vocación.
A esta precariedad se suma la sobrecarga asistencial crónica. Servicios diseñados para absorber 50 pacientes acaban atendiendo a 500. Pasillos llenos de camillas, esperas interminables, personal exhausto. Lo único que cambia es la fachada: hospitales remodelados, pasillos más agradables, ambulancias pintadas de amarillo para complacer a la administración. Pero la realidad clínica sigue igual que hace treinta años.
Durante la crisis económica, los recortes se aplicaron como si todos fueran funcionarios, aunque la mayoría no lo eran. A la ciudadanía se le transmitió la idea de un sistema sólido y estable, cuando en realidad era —y continúa siendo— una red de contratos precarios sosteniendo un derecho universal. Mientras medicina, investigación y profesionales avanzan, políticos, directivos e instituciones permanecen anclados en el pasado. El poder lo tienen quienes no evolucionan, y esta es la raíz de la parálisis del sistema.
El pasado 22 de agosto, esta parálisis se transformó en tragedia en el Hospital Universitario de Terrassa. Una mujer con un trastorno psiquiátrico grave se suicidó después de pasar más de cuarenta y ocho horas en un box de urgencias esperando una cama en psiquiatría. El comité de empresa había advertido del riesgo y de la saturación extrema, sin que se actuara. La población de Terrassa ha crecido un 10% en la última década, mientras los recursos sanitarios permanecen estancados. Lo ocurrido no es un fallo puntual, sino la consecuencia visible de un modelo que invisibiliza la urgencia mental y deja a pacientes y profesionales desprotegidos.
El colapso vivido no puede entenderse como un accidente aislado ni como un error puntual de gestión. El comité de empresa había alertado reiteradamente sobre el riesgo que suponía la saturación extrema, pero las advertencias fueron desoídas. En una década, la población de Terrassa ha crecido un 10%, mientras los recursos sanitarios se han mantenido inmóviles, incapaces de dar respuesta a una realidad cambiante. Esta inacción ha consolidado un modelo que margina la urgencia en salud mental y expone tanto a pacientes como a profesionales a una situación de vulnerabilidad inaceptable.
La indignación no se ha hecho esperar. Sindicatos, partidos y ciudadanía exigen una investigación transparente y medidas urgentes, pero el debate no debería quedar atrapado en la inmediatez de los titulares. Este suicidio no es un hecho aislado: es el reflejo más brutal de un sistema que se esfuerza en maquillar su imagen pública mientras fracasa en lo esencial, garantizar una atención digna y suficiente a quienes más lo necesitan. La tragedia se repite y la escena resulta previsible: el Ayuntamiento, el consorcio, el Servei Català de la Salut iniciarán su danza de responsabilidades. Se anunciarán comisiones e investigaciones, la oposición prometerá otro modelo si logra transformar la indignación en votos y los habituales intervinientes recitarán discursos gastados. Una coreografía política en la que abundan cargos y portavoces, pero escasean los profesionales que realmente sostienen el sistema. Demasiada retórica y muy poca asistencia. Y, al final, la muerte en soledad.
Vivimos bajo un modelo sanitario que se vende como público pero funciona con lógicas privadas, donde los profesionales trabajan con miedo, soportan cargas imposibles y ven cómo la modernización cosmética oculta una realidad que apenas ha cambiado desde los años noventa. La psiquiatría sigue siendo la gran olvidada, y el dolor de Terrassa no puede convertirse en un número más en la estadística. La salud mental es vida, y la urgencia psiquiátrica debe ser reconocida y atendida como lo que es: una urgencia real.
No podemos mirar hacia otro lado. La sociedad y las instituciones tienen la obligación de actuar, de dotar de recursos suficientes, de planificar desde la experiencia y no desde el despacho. Cada minuto que una persona sufre sin atención adecuada es un fracaso colectivo. Es hora de reconocer que la urgencia psiquiátrica merece la misma prioridad que cualquier otra, porque el valor de la vida no se mide solo en lo que sangra, sino también en lo que duele.
Javier Rubio, consultor clínico en procesos diagnósticos y terapéuticos. Profesional sanitario con más de 30 años de trayectoria pública y privada en el ámbito de la salud y la formación médica, especializado en la valoración integral de pacientes, orientación clínica personalizada y coordinación de itinerarios asistenciales.